EDITORIAL
Ha pasado más de un siglo desde que se pusiera en funcionamiento el primer automóvil tal como lo conocemos hoy en día. Desde entonces esta máquina se ha convertido en el objeto de deseo por excelencia del ser humano, en la carrocería de nuestros mejores sueños, porque como dijo Gillo Dorfles, «el automóvil ha tenido siempre la prerrogativa de ser un objeto con el que nos vestimos, un objeto para ponerse, un objeto, en suma, que es parte integrante del propio yo social, casi al igual que nuestro propio traje y nuestra propia piel». Un objeto de propulsión propia que tuvo desde sus inicios la belleza de unos diseños inigualables, convirtiéndose inmediatamente en una extraordinaria y compleja obra de arte, que además podía desplazarnos de un lugar a otro para mostrar entre otras cosas la velocidad del paisaje.
Fueron los vanguardistas los primeros que se atrevieron a hacer comparaciones, «el automóvil de carrera es más bello que la Victoria de Samotracia», dejó escrito Marinetti, y en algunos manifiestos posteriores se leía: «Un buen Hispano-Suiza es una OBRA DE ARTE muchísimo más perfecta que una silla de manos de la época de Luis XV». En el Manifest Groc de 1928, con Salvador Dalí entre sus artífices, se establecía que el maquinismo había verificado el cambio más profundo que había conocido la humanidad. Y tenían razón, noventa años después podemos decir que el automóvil es cultura en todas sus manifestaciones artísticas, literarias y poéticas.
El coche ha sido y será siempre la reina de la belleza de todas las máquinas. Seres como Henry Ford con su Ford T, Ferdinand Porsche, artífice de coches míticos como el Mercedes Benz SSK y el escarabajo de Volkswagen, Harley Earl con sus Cadillacs y Corvettes, Frank Hershey y su espectacular Thunderbird, L. David Ash creador del Ford Mustang, Giorgetto Giugiaro que fue elegido el diseñador de coches del siglo con BMW, De Lorean, Lotus o Maserattis entre sus diseños, o Sergio Pininfarina y sus Ferraris que nos enseñaron el rojo exacto e imposible que debe que tener el deseo. Volviendo a las comparaciones podría decirse, sin derramar ninguna copa, que cualquiera de ellos podría sentarse a la mesa con Leonardo, Miguel Ángel, Rembrandt o Picasso y emborracharse hablando de este objeto que tiene ruedas, que es bello, que ruge como un animal, que fascinó a Dalí y a Warhol y que tiene la potestad de dibujar nuestro destino o el de James Dean cuando está en movimiento.
Ramón Gómez de la Serna nos iluminaba en una greguería diciéndonos que «un foco de automóvil proyectándose sobre nosotros nos convierte en película», y en ese destello nos hemos quedado, protagonistas de un viaje donde los kilómetros se miden por textos y pinturas, en un escenario de asfalto compartido con garajes, gasolineras, semáforos, retrovisores, neumáticos… y la complicidad del cine, la música, la fotografía, el diseño gráfico o el cómic, siempre fieles compañeros de cualquier aventura que pretenda ser en sus límites interminable.
Nunca la máquina y la poesía tuvieron en este Litoral tantos caminos que recorrer. Vamos a abrir la puerta, acariciar la llave, encender el motor y apretar el acelerador para que la máquina nos lleve otra vez desde el principio hasta nuestra casa.
LORENZO SAVAL