Hay cinco motivos para beber, exclamaba Jacques Sirmond, confesor del Rey de Francia Luis XIII: la llegada de un amigo, la sed del momento o la sed futura, la bondad del vino, y además cualquier otra razón. Las razones no han faltado nunca para beber un buen vino, porque el vino, como dice el proverbio, hace flotar los secretos y en la verdad de esos secretos está la verdad del mundo.
El idilio del hombre con esta bebida obtenida de la uva mediante fermentación alcohólica ha sido intenso y apasionado y tan fecundo en las artes y la literatura que sería imposible etiquetarlo, el contenido desbordaría todas las botellas que pudiéramos imaginar y la borrachera sería tan imposible como escandalosa.
El vino, escribía Baudelaire, se parece al hombre: nunca se sabe hasta qué punto se le puede apreciar o despreciar, amar u odiar; ni cuantos actos sublimes o crímenes monstruosos es capaz de realizar. No seamos, entonces, más crueles con él que con nosotros mismos y tratémosle como a un igual. Y como a un igual lo tratamos en este Litoral preparado y embotellado por Serafín Quero y que viene a ser la continuación de Poesía a la carta, edición que dedicamos hace un par de años a la gastronomía.
El vino ha tenido grandes defensores a lo largo de la historia. El que no ama el vino, las mujeres y las canciones, nos amenazaba Martín Lutero en el siglo xv, permanece siendo un estúpido toda su vida. Antes lo había hecho Almotamid: Hay que beber al despuntar la aurora; esto es un dogma y el que no lo crea es un pagano. Y José Zorrilla, autor de Don Juan Tenorio, exclamaba a voces sus ideales: Tiempo libre, bolsa llena, buenas mozas y buen vino. Y Lord Byron nos advertía: Tengamos vino, mujeres, risa y alegría, pues ya vendrán el sifón y las homilías, reflexión muy apropiada para los tiempos que se nos avecinan.
Las mujeres y el vino han tenido siempre una estrecha relación no exenta de cierto morbo para los poetas. Se habla de los pechos de la mujer como si fueran jugosos racimos de uva y de la hoja de la parra como un sediento pubis a la violación del viento. Sí, las musas han olido siempre a vino, como en estos sensuales versos de Juan Rejano
El vino rojo y dulce
de tu lengua,
el fluido
cegador de tus brazos,
y un cielo borrascoso
entre los dos.
El cielo
de la sed
que no acaba.
Pero también el vino ha sido el cómplice perfecto para todas las citas imperfectas. El líquido trágico, el alcohol de los desastres, la vida que se hunde para siempre al fondo de una botella. Hay que tomar consejo del vino, pero después decidir con agua, nos aconsejaba Benjamín Franklin, y como él tantos otros, que han tenido en esta bebida una razón para bebérsela.
Pero en estas páginas no sólo está el líquido propiamente dicho, está la vid, los viñedos, la vendimia, las botellas, las copas, las etiquetas, los brindis y las borracheras y todas las manifestaciones, al margen de una historia rica en sucesos, que esta bebida por excelencia ha podido inspirar en cualquier alma sensible o corazón desbordado.
Quisimos titularlo, Vino para los naufragios, recordando esa botella que Altolaguirre y Prados tenían en los estantes de la imprenta cuando crearon esta revista en los años veinte, siempre al borde de una ola que la volcara en otro sueño. Se quedo en El Vino a secas, para no confundir con otras humedades las coordenadas de ruta que nos habíamos propuesto.
Participan en este Litoral junto a Serafín Quero y Miguel Gómez, grandes amigos como Jesús García Gallego, poeta y enólogo y que en su día me ayudó a construir este barco en el que ahora navegamos. También Bernardo Palomo, crítico de arte, y Juan Maldonado hablando de cine. La cerveza —como epílogo— corrió a cargo de Juan Manuel Villalba y dentro del equipo de Litoral, José Antonio Mesa Toré y Antonio Lafarque, como en otras ocasiones han recolectado los mejores poemas sobre el tema.
Al Dios del trueno le debemos la dicha del vino, y en esa tempestad, levantemos la copa y brindemos.
LORENZO SAVAL