Donde las aguas son profundas como la muerte y el amor, hay un velero.
Francisco Luis Bernárdez
Esta revista que ha tenido siempre la rosa de los vientos en la solapa, una brújula en el bolsillo y que nació escuchando la canción del farero, nunca ha olvidado la razón de su existencia, que es la misma que tienen escrita los capitanes en sus bitácoras, la de navegar y nada más que navegar hasta que esas aguas profundas que se parecen al amor y a la muerte los abracen para siempre.
Los litorales geográficos se forman por las grietas y fisuras que crea el oleaje del mar en las rocas. En este Litoral, cuando las mareas alcanzan su máxima altura los faros se encienden y buscan barcos perdidos en el horizonte. No es extraño que una publicación que nació en una imprenta que tenía forma de barco y tuviese el mar dibujado en su bandera, le consagre un numero a los navíos. Desde hace más de dos décadas los trasatlánticos han aparecido con asiduidad en sus portadas o navegado por los márgenes de sus páginas. Se diría que la revista se ha convertido en un puerto para estas románticas criaturas hechas de humo, hierro y adioses, donde siempre están embarcando o desembarcando gente con poesía y pintura en las maletas.
Han pasado ya más de diez años desde que publicamos Pasajeros, una evidente declaración de intenciones marítimas, donde embarcamos a gente de la cultura para que reflexionara sobre el cambio de siglo. Un año más tarde ve la luz La poesía del mar, una edición donde las aguasen toda su extensión y movimiento eran las protagonistas, y para rubricar toda esta oceánica pasión, cinco años después, al conmemorar los ochenta años de su nacimiento, se celebra una exposición documental en Málaga titulada Litoral, travesía de una revista 1926-2006 y entre sus actos estaba un pequeño viaje por mar hasta el Peñón del Cuervo, lugar emblemático del grupo del 27. El barco era un velero llamado Amorina y entre sus pasajeros poetas como Ángel González y ese navegante solitario que es José Manuel Caballero Bonald.
Pero no se necesitan todos estos antecedentes para que una revista de poesía le dedique un numero a las artes de la navegación, a los tipos de embarcaciones, a sus hélices, anclas o chimeneas, a los sextantes, telégrafos y astrolabios, a esa relación del ser humano con el mar, los trabajos y los días sobre las olas, la invitación al viaje en sus carteles, los naufragios o la luz de los faros. Los barcos son el símbolo del cuerpo o vehículo de la existencia, y la poesía y la pintura siempre han tenido presente esa línea de flotación en sus creaciones.
Convertir nuevamente esta redacción en una naviera de barcos olvidados no ha tenido mayores complicaciones. En La Marea, donde se hace la revista, los barcos han estado siempre por todas partes, en cientos de libros, cuadros y esculturas. Si buscas en un cajón o en una estantería te puedes encontrar con un objeto perteneciente al Lusitania, con menús del restaurante del Normandie o con algún libro firmado por un superviviente del Titanic. Una desconocida pasión por los grandes trasatlánticos me ha llevado a conseguir estos objetos y a pintar una gran cantidad de cuadros donde aparecen y desaparecen naves verdaderas o imaginadas. Con seguridad algo olvidado de mi se encuentra entre los restos de algún barco hundido, lo sé porque siempre busco mi rostro en esas viejas fotos de despedidas de puertos, convencido de reconocerme y encontrarme en alguna una de ellas.
Antonio Lafarque y Jose Antonio Mesa Tore han sido como siempre los encargados de poner este Litoral en marcha, buscando escritores de muy diferentes culturas y lenguas que aportaran su visión sobre un tema tan universal como el de la importancia que ha tenido y tiene para nuestra civilización el viaje de unas orillas a otras.
Amalia Bautista, Luis Alberto de Cuenca, José Antonio Garriga Vela, Lorenzo Olivan, Juan José Millas y Arturo Pérez-Reverte aceptaron participar en esta travesía, un viaje que hacemos en tiempos muy difíciles para la cultura, donde cualquier iniciativa se hace casi imposible de realizar.
El vino para los naufragios que guardaba Manuel Altolaguirre en aquella imprenta de los años veinte nos lo bebimos hace ya mucho tiempo, ahora no nos queda otra cosa que seguir navegando en estas aguas profundas y esperar en cubierta los efectos de la resaca.
LORENZO SAVAL